El peso de la sabiduría


Subí las escaleras que llevaban a la biblioteca con la atención en modo terciopelo. El silencio era un visillo de tul colgado del techo que se movía sinuosamente y el sonido de mis zapatos el único ritmo acompasado que se escuchaba. Conforme me acercaba a la puerta escuché algunas voces. Habían llegado. La reunión comenzó en un tono ameno, simpático, y hablábamos de escritos, de estructuras, de comas y puntos, de excesos de adverbios, de palabras demasiado rebuscadas, de faltas y sobrantes. Y aunque ya no podía decirse que el silencio lo inundaba todo, nuestras voces parecían que se adaptaban perfectamente al ambiente detenido y sosegado, al fin y al cabo, propio de una biblioteca.

En un instante la situación cambió y una música estridente comenzó a subir descaradamente por la misma escalera que, minutos antes, yo había utilizado. A la vez que la música interrumpía el silencio de la biblioteca, y también nuestras voces, el suelo vibraba al son, a veces cariñosamente, como haciéndote cosquillas en los pies, otras, de manera insistente y haciendo que un nudo se me formara en el pecho, como en más de una ocasión había sentido con el temblor de algún pequeño terremoto.

­Entonces, Gracia nos explicó que en esa hora comenzaba la clase de zumba en el piso de abajo y que cada vez que subían el volumen de la música el suelo de la biblioteca retumbaba de la misma manera que lo haría si fuera un verdadero temblor de tierra. Estaba cansada de quejarse, de decir que una actividad de esas características no era normal que se realizara tan cerca de una biblioteca. Pero, nada, no le habían hecho ni caso. El técnico del ayuntamiento decía que no había de qué preocuparse, que en cualquier construcción lo más deseable era que se moviera la estructura, que no existía ningún peligro…

A veces, decía entre risas, le daban ganas de bajar con una escopeta y empezar a disparar sin control y cargarse a alguien o, por lo menos, destrozar a balazos el casete. Yo, entonces, recordé una fotografía en blanco y negro que había visto hace poco en la que aparecía una mujer con actitud adusta, el pelo recogido en un moño, las manos una sobre la otra. Era la bisabuela Pepa Carmen, que no tenía miramientos en sacar la escopeta por una rendija de la ventana y apuntar a cualquiera de sus cuatro hermanos, cuando se dejaban ver por sus tierras en un intento de arrebatarle alguna de sus pertenencias que con tanto ímpetu ella defendía. Cosas de familia.

Así me la estaba imaginando cuando el suelo se vino abajo, sí, tal cual, sin darnos tiempo a nada, toda la biblioteca quedó reducida a un amasijo de estanterías, paredes, ladrillos, libros y más libros… y nosotros, sepultados por toda la sabiduría del mundo. Nunca imaginé una muerte así, pero puesto que ya no había vuelta atrás y que nada podía hacerse para cambiar los acontecimientos, pensé que tampoco estaba tan mal morir entre tantas historias, entre tantos libros que en vida no hubiera tenido tiempo de leer y ahora me cubrían de pies a cabeza como si fueran capas de mantas en un frío invierno.

Y noté como una de mis manos rozaba un libro de cuentos de Virginia Wolf y también una selección de los mejores de Chéjov. Y sonreí. Seguí descubriendo todos los títulos que me sepultaban y encontré maravillas de Borges, García Márquez y Cortázar, y Shakespeare junto a Cervantes, que ni hecho a conciencia, Moby Dick con todo su peso, varios volúmenes de Verne y misterios de Conan Doyle y Christie, y justo encima de mi pecho reposaban narraciones extraordinarias de Poe, su corazón delator junto al mío, un lujo.

Sin duda, tenía a mi alrededor todos aquellos libros que hay que leer antes de morir. Era muy afortunada. Pero, entonces, me di cuenta que mi muslo derecho aplastaba unas cuantas sombras, unas cincuenta o más, y me horroricé. Y fui, poco a poco, siendo más meticulosa en la identificación de todos los volúmenes con los que iba a iniciar el viaje hacía la otra vida, y empecé a asustarme. Porque tenía muy cerca a autores de shows televisivos, y páginas y páginas de amores tediosos, personajes planos, historias baratas vendidas como bestseller, templarios, cátaros, merovingios, illuminati y demás descendencia, y autoayuda mucha autoayuda, que, irónicamente, en las circunstancias en las que yo me encontraba de poco me iban a servir.

La imagen de la bisabuela Pepa Carmen volvió a mi mente y comencé a maldecir a todos los que yo creía culpables de mi situación: al técnico del ayuntamiento, a la monitora de zumba y a sus alumnas, a Gracia por no haberlas matado a balazos… visto ahora no se podía considerar un acto tan horrible, nos habríamos ahorrado algunas muertes, las nuestras.

Ya solo me quedaba la resignación, esa que nunca había utilizado. Y comencé mi viaje hacia la luz rodeada de buenos y malos, y pensé en la importancia que ambos tienen en todas las historias y cuentos, en caperucitas y lobos, princesas y brujas, hadas y duendes malignos… y ya me importó menos mi angustiosa situación. Estaba, simplemente, ante una realidad editorial, narrativa, artística… no sé, pero así estaba el mundo.

Y descansé para siempre entre poetas, cantamañanas y algún cd de zumba. 



 Inés Pérez Andreu
Relato ficticio sobre realidades cotidianas





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