Microgeografías de San Miguel de Salinas, como oasis de la memoria.


Caminamos por lugares familiares con la tranquilidad de que el espacio es conocido, que si quisiéramos lo podríamos abarcar con la mirada o con los ojos cerrados, con nuestras manos. Porque es nuestro. El sonido de las pisadas de los zapatos cambia de un momento a otro en una mezcla de asfalto y acera con la tierra y el campo. 

Caminar y recordar cómo era ese lugar hace unos años, cómo te movías por él y cómo lo haces ahora. Escuchar las palabras de otros, de tu madre o de tu abuela, que recuperan las historias de antes, esas que no conociste pero que construyes en tu cabeza como si se tratara de la trama y de los personajes del libro que estás leyendo.

En el Monte del Calvario antiguamente se ubicaban pasos en los que las mujeres rezaban. En el último de ellos había una especie de hornacina con puertas en la que se encendían mariposas. Por la noche se podía ver el relucir de aquellas promesas. 

En mis días de infancia era campo o monte —también terraplén— para correr y jugar, para construir cabañas, para acostarse sobre los grandes trozos de piedras lisas y mirar el cielo, para quemar monigotes en hogueras de San Juan. Ahora, sobre él, se eleva el instituto Los Alcores. Cuando alguna vez entro en el edificio, imagino que muy abajo, en los cimientos y en capas más profundas, están los restos de aquellas historias, las lejanas que no conocí y las propias. ¿No podría descansar en esa tierra aquella pelota que el perro nunca fue a buscar, el botón de la camisa del monigote que quemaron, la carta que no fue entregada o el pendiente de oro que dejó abandonado para siempre a su pareja en el lóbulo de una oreja? 

El mirador, en el oasis de la memoria, surge mucho más grande. ¿Sabéis de alguien que subiera a contemplar el paisaje? Más que para mirar el horizonte yo creo que ha servido para observar de cerca los pequeños detalles de una sonrisa.  

El molino siempre lo recuerdo anciano, pero entrar en ese espacio era como atravesar el tiempo con un sentimiento mezclado entre la sorpresa y la inquietud. Ahora tiene la puerta tapiada. El abandono es su silencio y el nuestro. 
Dicen que en estos tiempos nos acostumbramos a mirar, sobre todo en la televisión, las desgracias, las muertes y miserias y que nos volvemos impasibles porque el exceso de crueldad se vuelve cotidiano. Quizás ocurra lo mismo con las ruinas, nos habituamos a ellas, a convivir con esa mirada y, después, las olvidamos. Al lado del molino, en la tierra que lo bordeaba, enterramos una caja. Era nuestra cápsula del tiempo. No sé qué edad teníamos, quizá diez. Hubiera estado bien desenterrarla en estos días, tan distintos a los de entonces, pero no pudimos controlar la ansiedad propia de la niñez y creo que no llegó a estar más de un año bajo tierra. Guardaba lo que entonces creíamos que éramos, algunos objetos que nos definían, eso pensábamos entonces, y una cinta de casete con nuestras voces.

La escuela a la que fui tenía el patio de recreo de tierra, árboles a los que te subías y acomodada en su tronco se convertían en naves que surcaban el espacio, muros bajos en los que montabas a horcajadas y hacías carreras de caballos, ese olor a escuela de entonces, a lápiz, a goma… ¡qué se yo!, nunca he vuelto a oler así.

Y tengo el recuerdo de una escuela sin prisa, lejos de la impaciencia, de la inmediatez del “ahora mismo”, en la que se disfrutaba del camino y de lo aprendido, lugar de encuentro en el que podías tomarte tiempo para pensar. Éramos, o ese es mi recuerdo, como semillas que recién plantadas necesitan su tiempo para que arraiguen y, poco a poco, se conviertan en flor y en fruto que se abre camino, a su debido tiempo, y encuentra nuevas formas de estar en el mundo. Como dice la filósofa Ana Carrasco-Conde en su artículo “Distanciada” sobre cómo debería ser la educación, publicado en la revista La Marea, la educación debe ser: “distanciada para convertirse en un compartimento y no en una competición: en el lugar común de todas las partes en igualdad. La educación debe ser distanciada para que, fuera del mundo, haga posibles otros.”

En El Paseo se jugaba al marro las noches de verano, a las casitas en los espacios parcelados de sus jardines, a las canicas en la tierra. Yo lo cruzaba todos los días para ir a la escuela. En septiembre es una fiesta de orquesta y pasodoble. Tangram que ha ido combinando sus piezas en el mismo espacio: un templete o escenario, una fuente, unos bancos, más recientemente un pequeño parque infantil; y las palmeras que lo rodean, pájaros que anidan en sus ramas, dátiles y alguna ardilla. 

Hay barrios con entidad propia, como seres con un corazón y un cerebro inherente. Los Canos: nunca he sabido donde empieza y donde acaba, he pensado que siempre ha sido una idea más que una exactitud geográfica. En la Calle del Mar se paseaba, y también se compraba pues estaba llena de tiendas; subir y bajar, moverse como las olas, tomar el fresco. Y Las Cuevas siempre eran un misterio. Correr por los tejados sabiendo que si no eras rápida te llevarías una reprimenda. Mi amiga vivió en una cueva y no era una niña prehistórica, lo aseguro. En Los pozos, llamado así porque había un pozo justo en medio, recuerdo una noche de verbena, un escenario, alguien canta al micrófono, quizás también hay guirnaldas y farolillos, se baila y se juega, se besa, se respira la alegría y la tranquilidad del pueblo, las dos cosas a la vez.

Mi generación fue la que habitó las primeras casicas, cocheras o casas viejas que servían de encuentro, de pláticas, de música, paredes gastadas, usadas, en cuyo espacio se vivían historias que siempre recordaremos. Días intensos. Y siempre cerca, el campo, la tierra en los zapatos, el espacio que guarda los secretos, alejado de la mirada adulta reprochadora.

Lugares que solo tienen significado para uno mismo, un detalle escondido que un día descubres, como esa pequeña placa antigua y descolorida que sabes que decora la puerta de una casa y en su normalidad la hace diferente, y que siempre buscas con la mirada cuando pasas por delante del portal. O ese árbol en pleno campo al que llegamos tras un paseo en bicicleta y al que bautizamos como ¡sí!, o la esquina en la que siempre quedábamos o el callejón que escuchó, sin ruborizarse, una declaración de amor con margaritas.


La acera en la que ella se desvaneció para siempre, la carretera en la que un jarrón de flores permanece inmarchitable, esos espacios exactos en los que un corazón deja de latir y que jamás volverás a pasar por ellos ni habitarlos de la misma manera.

Lugares que quedan marcados en la memoria de una sola persona o, quizás, de varias o, incluso, del pueblo entero, en un solo palpitar, como si la suma de todas las sensibilidades de sus gentes lo conformara como un ser único e irrepetible.

Espacios latentes. Espacios poéticos.

Espacios queridos, sufridos y vividos del pueblo.


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