Ya no quedan flores
Recuerdo
como nos sentábamos en el bordillo de la acera del cine para admirar los
carteles de las películas que se estaban proyectando esos días. Jugábamos a
imaginar las historias que se escondían detrás de las fotografías y de los
títulos, y las horas se pasaban casi en un suspiro. Nosotras, entonces, éramos
demasiado pequeñas para que nos dejaran entrar en el cine y, además, nuestra
madre tampoco podía darnos el dinero de la entrada. Sin embargo, cuando Félix
comenzó a trabajar de acomodador, nos coló varias veces, corriendo el riesgo de
que la vieja Engracia, su jefa, lo despidiera de manera fulminante.
Cuando
se estrenó la película El planeta de los simios, estuvimos varias noches
sin dormir, recordando el cartel que se nos quedó grabado en la retina. En él
aparecían tres personajes: dos simios a los lados —cuerpo de hombre y cabeza de
gorila— vestidos con unos chalecos y unas botas azul brillante que capturaban a
un hombre, Charlton Heston, que se resistía con todas sus fuerzas. ¡A la
caza del hombre!, se leía a la izquierda. Y a la derecha se explicaba: Un
hombre viaja a través del tiempo y encuentra la más escalofriante respuesta a
sus preguntas científicas.
Recuerdo
de manera perfecta cada una de las palabras porque cuando después de bastante
tiempo dejó de proyectarse la película, Félix me regaló en secreto el cártel,
doblado en mil trocitos. Y, aunque, a mí no me hacía mucha gracia, más que
gustarme me daba bastante repelús y una sensación de desasosiego difícil de
explicar, no pude despreciar su regalo. Lo guardé durante mucho tiempo en mi
caja de los tesoros y, de vez en cuando, lo sacaba, lo miraba con los ojos un
poco entornados —que así parecía que daba menos miedo— y lo volvía a castigar
dentro de la caja durante una buena temporada.
Todas
las tardes, cuando el sol comenzaba a descender y coincidía con el descanso
entre el primer y el segundo pase del cine, la señora Amelia aparecía por la
ancha avenida cargando con su carro lleno de flores —rosas, lirios, orquídeas,
margaritas, gladiolos, claveles— y entonando algunas estrofas de Lorca para
animar a los viandantes a comprar las flores más bonitas y frescas de toda la
ciudad. Amigas de poetas / y de mi corazón, / ¡ave, rosas, estrellas / de
luminosa Sión! Vestía siempre de negro, de luto por la muerte de su marido,
y con un delantal blanco que anudaba de manera firme a su cintura. Sin lugar a
dudas, su sonrisa era la mejor baza que tenía, y no recuerdo día que no la
viera volver a casa con el carro casi vacío de flores. A veces, nos regalaba
una flor que nosotras nos colocábamos en el pelo.
Las
flores de Amelia, que se paseaban arriba y abajo por la Calle del Teatro,
desprendían su perfume, construyendo una combinación perfecta de aromas que
daban a la calle un carácter propio. Muchas veces, en todos estos años viviendo
fuera, he cerrado los ojos intentando evocar aquel olor a flores, las
sensaciones que tenía cuando veía por primera vez un nuevo cartel en el cine,
la mano de mi hermana Diana sujetando la mía cuando corríamos a toda prisa
porque se nos hacía tarde para volver a casa. A veces, he sentido que casi lo
conseguía. Es curioso como para llegar a ese casi es imprescindible
cerrar los ojos.
Hoy,
he vuelto a la Calle del Teatro, no sé todavía buscando qué. Me he parado en la
acera de enfrente del cine. Ya no están allí, ni el cine ni el teatro. En los
bajos del edificio ahora veo los carteles de una pizzería y de un supermercado.
La calle sigue siendo bonita, pero ha perdido la magia que la envolvía o,
quizás, sea porque esa magia solo la otorga la memoria.
La
gente pasea o, más bien, camina, entran en los establecimientos, pero nadie se
para, la prisa mueve sus zapatos, el tiempo ya no juega a detenerse y solo se
dedica a las cosas importantes. Nadie pierde su tiempo inventado historias a
partir del cartel de la pizza napolitana o de las ofertas en charcutería. En la
amplia acera han colocado unos maceteros circulares, uno pegado al lado del
otro, pero desde el punto en el que me encuentro no distingo las flores que
contiene. Son muy pequeñas y sus pétalos apenas sobresalen por el borde del macetero.
Entonces,
veo al chico llevando a rastras un carro con flores. Tiene el paso rápido, no
se detiene a saludar a la gente, no recita a Lorca. Las flores están agrupadas
en diferentes cajones de plástico, ya no se esparcen cómodamente en el carro
sobre un manto de hojas verdes. ¿Será descendiente de la señora Amelia? ¿Su
hijo o su nieto, quizás?
Por
un momento me parece que la brisa ha traído un suave olor a flores, pero ha
sido solo un instante, y no sé distinguir si ha venido del presente o ha sido
una evocación caprichosa de mi memoria. Ya no está el cine ni el teatro, no
está Diana y el cartel de El planeta de los simios ha estado castigado
durante mucho tiempo en la caja. Ya no quedan flores.
Si quedan flores, de eso me encargo yo. Sigue escribiendo que este relato me recuerda que en mi pueblo había un cine. Gracias 😊
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