Ya no quedan flores




Cuando éramos pequeñas, mi hermana Diana y yo, disfrutábamos todas las tardes jugando en la Calle del Teatro. Ese no era el nombre real de la calle, llevaba el de algún general o de alguien que había sido muy importante, pero todo el mundo la conocía así, ya que en ella se levantaba un edificio con fachada de piedra que albergaba un majestuoso teatro, orgullo de la ciudad y la envidia de toda la comarca. En él se representaban obras con afamadas figuras, se llevaban a cabo actuaciones musicales como operas, zarzuelas y hasta concursos de coros locales. A su lado, pared con pared, había una sala de cine con dos pases cada día: en uno comías pipas Carancha, en el otro el bocadillo de la cena.

Recuerdo como nos sentábamos en el bordillo de la acera del cine para admirar los carteles de las películas que se estaban proyectando esos días. Jugábamos a imaginar las historias que se escondían detrás de las fotografías y de los títulos, y las horas se pasaban casi en un suspiro. Nosotras, entonces, éramos demasiado pequeñas para que nos dejaran entrar en el cine y, además, nuestra madre tampoco podía darnos el dinero de la entrada. Sin embargo, cuando Félix comenzó a trabajar de acomodador, nos coló varias veces, corriendo el riesgo de que la vieja Engracia, su jefa, lo despidiera de manera fulminante.

Cuando se estrenó la película El planeta de los simios, estuvimos varias noches sin dormir, recordando el cartel que se nos quedó grabado en la retina. En él aparecían tres personajes: dos simios a los lados —cuerpo de hombre y cabeza de gorila— vestidos con unos chalecos y unas botas azul brillante que capturaban a un hombre, Charlton Heston, que se resistía con todas sus fuerzas. ¡A la caza del hombre!, se leía a la izquierda. Y a la derecha se explicaba: Un hombre viaja a través del tiempo y encuentra la más escalofriante respuesta a sus preguntas científicas. 

Recuerdo de manera perfecta cada una de las palabras porque cuando después de bastante tiempo dejó de proyectarse la película, Félix me regaló en secreto el cártel, doblado en mil trocitos. Y, aunque, a mí no me hacía mucha gracia, más que gustarme me daba bastante repelús y una sensación de desasosiego difícil de explicar, no pude despreciar su regalo. Lo guardé durante mucho tiempo en mi caja de los tesoros y, de vez en cuando, lo sacaba, lo miraba con los ojos un poco entornados —que así parecía que daba menos miedo— y lo volvía a castigar dentro de la caja durante una buena temporada.

Todas las tardes, cuando el sol comenzaba a descender y coincidía con el descanso entre el primer y el segundo pase del cine, la señora Amelia aparecía por la ancha avenida cargando con su carro lleno de flores —rosas, lirios, orquídeas, margaritas, gladiolos, claveles— y entonando algunas estrofas de Lorca para animar a los viandantes a comprar las flores más bonitas y frescas de toda la ciudad. Amigas de poetas / y de mi corazón, / ¡ave, rosas, estrellas / de luminosa Sión! Vestía siempre de negro, de luto por la muerte de su marido, y con un delantal blanco que anudaba de manera firme a su cintura. Sin lugar a dudas, su sonrisa era la mejor baza que tenía, y no recuerdo día que no la viera volver a casa con el carro casi vacío de flores. A veces, nos regalaba una flor que nosotras nos colocábamos en el pelo.

Las flores de Amelia, que se paseaban arriba y abajo por la Calle del Teatro, desprendían su perfume, construyendo una combinación perfecta de aromas que daban a la calle un carácter propio. Muchas veces, en todos estos años viviendo fuera, he cerrado los ojos intentando evocar aquel olor a flores, las sensaciones que tenía cuando veía por primera vez un nuevo cartel en el cine, la mano de mi hermana Diana sujetando la mía cuando corríamos a toda prisa porque se nos hacía tarde para volver a casa. A veces, he sentido que casi lo conseguía. Es curioso como para llegar a ese casi es imprescindible cerrar los ojos.

Hoy, he vuelto a la Calle del Teatro, no sé todavía buscando qué. Me he parado en la acera de enfrente del cine. Ya no están allí, ni el cine ni el teatro. En los bajos del edificio ahora veo los carteles de una pizzería y de un supermercado. La calle sigue siendo bonita, pero ha perdido la magia que la envolvía o, quizás, sea porque esa magia solo la otorga la memoria.

La gente pasea o, más bien, camina, entran en los establecimientos, pero nadie se para, la prisa mueve sus zapatos, el tiempo ya no juega a detenerse y solo se dedica a las cosas importantes. Nadie pierde su tiempo inventado historias a partir del cartel de la pizza napolitana o de las ofertas en charcutería. En la amplia acera han colocado unos maceteros circulares, uno pegado al lado del otro, pero desde el punto en el que me encuentro no distingo las flores que contiene. Son muy pequeñas y sus pétalos apenas sobresalen por el borde del macetero.

Entonces, veo al chico llevando a rastras un carro con flores. Tiene el paso rápido, no se detiene a saludar a la gente, no recita a Lorca. Las flores están agrupadas en diferentes cajones de plástico, ya no se esparcen cómodamente en el carro sobre un manto de hojas verdes. ¿Será descendiente de la señora Amelia? ¿Su hijo o su nieto, quizás?

Por un momento me parece que la brisa ha traído un suave olor a flores, pero ha sido solo un instante, y no sé distinguir si ha venido del presente o ha sido una evocación caprichosa de mi memoria. Ya no está el cine ni el teatro, no está Diana y el cartel de El planeta de los simios ha estado castigado durante mucho tiempo en la caja. Ya no quedan flores.


Comentarios

  1. Si quedan flores, de eso me encargo yo. Sigue escribiendo que este relato me recuerda que en mi pueblo había un cine. Gracias 😊

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