Papinta
Arriba
del escenario se deleita con su propio movimiento y danza alternando su peso
entre un pie y el otro. Los huesos de su cadera, que equilibran la composición,
son la quilla del barco que navega y se agita y lucha con las olas. Pero no es
el agua sino las llamas las que crepitan de su vestido, simples trozos de seda sostenidos
en varitas, que invitan al espectador a dejarse llevar por un sueño de luces,
calidoscopio de imágenes de colores vibrantes. Sus brazos ondean en el aire y
se transforma en mariposa y rosa y ángel y ave y tornado. Es bailarina. Y es
perfecta. Pero cuando termina el espectáculo, el sudor la atrapa como cera
viscosa o como tierra regada y compacta y siente el ahogo del cansancio, el
resentimiento en las plantas de unos pies que anduvieron por suelos de vidrio,
el susurro de un tiempo en el que ella está de prestado, en el que ella está
adelantada. Y quizás ya haya abierto caminos suficientes, porque ella es tan
solo una bailarina, una llama sobre la tabla. Y apenas en unos segundos el
telón que baja.
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