El peso de la sabiduría
Subí las escaleras que llevaban a la biblioteca con la atención en modo terciopelo. El silencio era un visillo de tul colgado del techo que se movía sinuosamente y el sonido de mis zapatos el único ritmo acompasado que se escuchaba. Conforme me acercaba a la puerta escuché algunas voces. Habían llegado. La reunión comenzó en un tono ameno, simpático, y hablábamos de escritos, de estructuras, de comas y puntos, de excesos de adverbios, de palabras demasiado rebuscadas, de faltas y sobrantes. Y aunque ya no podía decirse que el silencio lo inundaba todo, nuestras voces parecían que se adaptaban perfectamente al ambiente detenido y sosegado, al fin y al cabo, propio de una biblioteca. En un instante la situación cambió y una música estridente comenzó a subir descaradamente por la misma escalera que, minutos antes, yo había utilizado. A la vez que la música interrumpía el silencio de la biblioteca, y también nuestras voces, el suelo vibraba al son, a veces cariñosamente, como hacién