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Sonidos

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La mujer se recostó sobre el mostrador de la biblioteca mientras señalaba la pantalla del ordenador y daba indicaciones al bibliotecario que, sentado detrás, la escuchaba con una sonrisa cordial. Se dice o-no-ma-to-pe-ya, le dijo él, como un maestro a su alumna. Sí, ya sé que es difícil, hay palabras en español que son complicadas. O-no-ma-to-pe-ya, repetía ella, intentando hacerlo de la mejor manera posible pero desvelando, aunque no fuera su intención, que, por su acento y sus dificultades con la pronunciación, era extranjera. Supuse que estaba aprendiendo el idioma y pidiendo ayuda al bibliotecario para que le imprimiera documentos sobre gramática, vocabulario y demás. Cuando parecía que llegaban a un acuerdo sobre el documento objeto de estudio que ambos tenían frente a sus ojos, el bibliotecario con un clic lo mandaba imprimir y la máquina obediente ejecutaba la orden con un vrrrt…vrrrt… vrrrt...   Miré el reloj que tenía enfrente colgado en la pared, un reloj pequeño que mar

La hora del té

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Colocaba las tazas del té sobre la mesa con una delicadeza exquisita, inspeccionando previamente todos los detalles de cada una de ellas por si encontraba algún desperfecto. El borde dorado, el dibujo victoriano sobre un fondo blanco perla, el asa curva y perfecta. Y, después, en la mesa, las dejaba reposar en una disposición extraordinaria que parecía albergar alguna simbología mágica, y que a mí me sugería figuras relacionadas con la astrología o el esoterismo. Cuando los invitados fueron llegando los acompañó uno a uno a su respectiva silla. Entonces vi algo en ella que me sorprendió, un gesto en su cara, un mohín de disgusto que intentó disimular como en un parpadeo. Y con un rápido movimiento de la mano cambió una taza por otra. Y nunca supe si realmente se equivocó en la posición de las tazas o que en el último momento decidió cambiar la suerte de aquel desdichado. 

Junto a la ventana

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Todas las tardes se sentaba en su sillón favorito junto a la ventana, taza de infusión entre las manos, mirada perdida y complaciente tras el cristal. Y aunque pudiera parecer que contemplaba el ajetreo de las personas que transitaban por la calle o que se quedaba ensimismada con el jolgorio de los vencejos que jugaban en las alturas, no, ella se dedicaba a pensar en él. Cuando aquel día el vencejo se posó en la barandilla de su balcón y no pudo retomar el vuelo, un resorte se activó en su cerebro, y su conciencia, hasta entonces expectante en una sola figura imaginada, despertó. Desde entonces, cada tarde se sentaba en su sillón favorito junto a la ventana, taza de infusión descansando a momentos sobre la mesa y la mirada alternada entre la hoja y el cristal, y escribía. Y cada palabra le descubría algo nuevo.