Sonidos
La mujer se recostó sobre el mostrador de la biblioteca mientras
señalaba la pantalla del ordenador y daba indicaciones al bibliotecario que, sentado detrás, la escuchaba con una sonrisa cordial. Se dice o-no-ma-to-pe-ya,
le dijo él, como un maestro a su alumna. Sí, ya sé que es difícil, hay palabras
en español que son complicadas. O-no-ma-to-pe-ya, repetía ella, intentando
hacerlo de la mejor manera posible pero desvelando, aunque no fuera su intención,
que, por su acento y sus dificultades con la pronunciación, era extranjera.
Supuse que estaba aprendiendo el idioma y pidiendo ayuda al bibliotecario para
que le imprimiera documentos sobre gramática, vocabulario y demás. Cuando
parecía que llegaban a un acuerdo sobre el documento objeto de estudio que
ambos tenían frente a sus ojos, el bibliotecario con un clic lo mandaba
imprimir y la máquina obediente ejecutaba la orden con un vrrrt…vrrrt… vrrrt...
Miré el reloj que tenía enfrente colgado
en la pared, un reloj pequeño que marcaba las 13:30. Era tarde, casi hora
de comer, a las dos cerraban. Al concentrarme en el reloj me pareció escuchar
el tic, tac de sus agujas. ¡Vaya! nunca me había dado cuenta de que se
escuchara, a pesar de que visitaba la biblioteca con frecuencia, sobre todo en
los últimos meses. Tic, tac, tic, tac, tic, tac… ¿Cómo podía un reloj tan
pequeño hacer tanto ruido? Y más en una biblioteca. Tic, tac, tic, tac… Aparté
la vista del pequeño reloj, el ruido empezaba a molestarme, a ponerme nerviosa.
Cambié de mano los libros que quería llevarme a casa y que curiosamente los dos mostraban en sus portadas la imagen de un brazo: La hija del comunista de
Aroa Moreno Durán y Caperucita en Manhattan de Carmen Martín Gaite.
La
mujer extranjera seguía con medio cuerpo encima del mostrador y era difícil
desviar la atención de ella. Desde mi posición veía una cabeza de pelo corto
rizado, o más bien alborotado, que cuando se movía, en la intensa conversación
con el bibliotecario, dejaba entrever unas grandes gafas. Su espalda y su estrecha cintura se cubrían con un jersey ajustado y sus codos, que reposan
en la mesa, sujetaban el peso de su cuerpo, alternándolo, como en una antigua báscula,
en un codo y en el otro, en la medida que utilizaba sus manos para gesticular y
señalar en la pantalla. Llevaba una falda blanca que, en la postura en la que se encontraba, se le quedaba por encima de las rodillas o, mejor dicho y desde mi perspectiva, de las corvas, y unas sandalias marrones sujetas
con correa al tobillo. De manera rítmica levantaba una pierna y otra, fiu… fiu…,
elevaba una y después la dejaba caer contra el suelo, pam, y la otra, pam, y
otra vez la primera, pam. Yo tenía que dejar más distancia de la normal en la
cola del mostrador pues esas piernas subían y bajaban sin tenerme en cuenta,
sin entender de espacios ni de modales. Sólo se regían por el mandato de un
ritmo interno, de un cuerpo recostado que se movía grácilmente, a pesar de la
aparente incómoda postura, con los brazos y las piernas al son de las palabras
que aprendía. Bee, bee, el sonido que hace la oveja es una o-no-ma-to-pe-ya,
decía entonces el bibliotecario. Y la mujer asentía con la cabeza y seguía
preguntado blablablá aunque yo no llegaba a entender el qué, y seguía señalando
la pantalla del ordenador y moviéndose a un lado y a otro produciendo un frufrú
de la tela al rozar la madera. Como si de una bailarina se tratara, una pierna arriba, dibujando un ángulo de noventa grados, apuntando al cielo y después la otra pierna, de la
misma manera.
A mi lado se colocó una mujer con su hija. La niña
llevaba unos cuantos libros para préstamo y se mantenía muy quieta, con ellos
entre los brazos, adoptando un aire de madurez y responsabilidad que producía ternura.
Le sonreí. El móvil de la madre sonó en un casi imperceptible bip más o menos a la vez
que me pareció distinguir un ploc al que le siguió otro y otro. Parecía una
gotera. Fuera llovía con fuerza, lo había estado haciendo toda la noche. No era
raro que en aquel viejo edificio, donde la biblioteca se situaba en la segunda
planta, hubiera aparecido una gotera. Miré al techo y, sí, me pareció distinguir
una mancha más oscura que sería la culpable de aquel ploc, ploc, ploc, ploc. El
reloj marcó las 13:45 y la impresora sacaba el último documento con un estruendoso,
o así me lo parecía, ¡vrrrt! ¡vrrrt! ¡vrrrt! Gracias, dijo la mujer extranjera,
cogiendo los papeles que le daba el bibliotecario. Y así se incorporó con el
correspondiente frufrú de su falda y se largó a su mesa rechinando sus pasos al
andar en un ñic-ñac ñic-ñac. Y el reloj seguía en su tic, tac, tic, tac, el móvil de la madre
lanzó otro bip, y la gotera aceleró su ritmo en su ploc, ploc, ploc, ploc,
ploc, el bibliotecario me agarró lo libros y tecleó en el ordenador rápidamente
clic, clic, clic, clic, la falda se escuchaba al fondo, frufrú, y la impresora se
había conectado como por arte de magia, cosa que al bibliotecario dejó pasmado, y chilló su ¡vrrrt! ¡vrrrt! ¡vrrrt!, yo tragué saliva, glub, la niña estornudó
¡achís! y un trueno que parecía salir de las entrañas de la tierra hizo que
retumbara la biblioteca,
bababadalgharaghtakamminarronnkonnbronntonnerrnntuonnthunntrovarrhounawnskawntoohoohoohoordenenthurnuk!
Salí del edificio. Afuera diluviaba. Y un silencio ensordecedor lo
inundaba todo.
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