Ya no quedan flores
Cuando éramos pequeñas, mi hermana Diana y yo, disfrutábamos todas las tardes jugando en la Calle del Teatro. Ese no era el nombre real de la calle, llevaba el de algún general o de alguien que había sido muy importante, pero todo el mundo la conocía así, ya que en ella se levantaba un edificio con fachada de piedra que albergaba un majestuoso teatro, orgullo de la ciudad y la envidia de toda la comarca. En él se representaban obras con afamadas figuras, se llevaban a cabo actuaciones musicales como operas, zarzuelas y hasta concursos de coros locales. A su lado, pared con pared, había una sala de cine con dos pases cada día: en uno comías pipas Carancha , en el otro el bocadillo de la cena. Recuerdo como nos sentábamos en el bordillo de la acera del cine para admirar los carteles de las películas que se estaban proyectando esos días. Jugábamos a imaginar las historias que se escondían detrás de las fotografías y de los títulos, y las horas se pasaban casi en un suspiro. Nosotras, en