Ciudad esférica
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Maire Kalkowski |
Era una ciudad distinta a
cualquier otra. Una ciudad encantada, dijo el viajero. Paseó por sus calles
azules repletas de brisa, con balcones a los que se asomaban las abuelas a
recitar antiguas canciones. Y corrió como niño por las aceras empedradas tan solo
por escuchar el eco de sus zapatos, desgastados del camino. Telas blancas
danzaban en las terrazas siguiendo el ritmo marcado por un viento caprichoso.
Descubrió que la montaña, que guardaba celosa los secretos más íntimos de sus
habitantes, lo observaba expectante controlando sus movimientos. Y al llegar al
río, el agua se arremolinó en sus tobillos haciéndole cosquillas y refrescando
sus pies cansados de peregrino. Y quiso hacer suya esa ciudad y deseó no irse
jamás de allí. Y así quedó atrapado en aquel paisaje esférico que, de vez en
cuando, giraba caprichosamente cubriendo con copos de nieve los tejados de las
casas.
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