Eucalyptus

 


Ya no es lo mismo, pero mañana tampoco lo será. No será lo mismo mirar por la ventana y no ver el eucalipto, ese inmenso árbol al fondo que acaparaba toda la visión, cuyas ramas en los días de viento se movían al compás ejecutando, quizás, una danza ancestral, ese árbol del que sienten envidia las palmeras que a su lado lo miran, seguramente, de soslayo. Es, pues, inevitable, al sentarme detrás de mi mesa y mi ordenador donde escribo, mirar por la ventana. Nunca nada ha tenido tanto protagonismo como ese árbol, ni tan siquiera cuando el edificio que tiene detrás —la Casa de la Cultura— vistió su fachada de un azul intenso ¿recordáis?, y no porque yo sea una amante de los árboles, que también podría ser, sino porque le pasaría a cualquiera, es algo hipnótico. Árbol como naturaleza hipnótica. 

Hace unas semanas le cortaron todas sus ramas y ahora, el pobre, parece un ser mutilado, desprendido de todas las partes que le dotaban de movimiento, de esas extremidades que a ojos del espectador curioso, de ese que observa tras la ventana, le daban vida, lo mantenían conectado con el paisaje, con la cultura y con su pueblo. Al día siguiente de las labores de desnudez del famoso eucalipto, un concejal del ayuntamiento —bien fuera la concejala de cultura, de medio ambiente, de parques y jardines, un encargado de redes, alcalde, quizás, y dando por sentado que sería una persona de carne y hueso, pues en estos tiempos también podría ser una IA— transmitía en redes sociales que la poda del árbol de la Casa de la Cultura se había realizado por seguridad ya que algunas ramas suponían un riesgo, pero, además, también subrayaba que en un futuro —no sabemos si más o menos cercano o lejano, cosa que podría convertirse de buena gana en seña de identidad de este pueblo: la vaguedad del tiempo— sería necesario retirarlo para permitir el desarrollo del proyecto del nuevo auditorio. Al final del comunicado agradecían la comprensión de todos y señalaban que seguían trabajando para mejorar el pueblo. Después de leer el post del ayuntamiento y de manera irremediable pensaba en esas situaciones en las que se adelanta una tragedia futura para intentar apaciguar un posterior sufrimiento o enfado: «No te encariñes con él, sabes que no nos lo podemos quedar», o bien, «Lo sentimos mucho, pero es cuestión de días que…».

Sin embargo, debemos ser conscientes que, en ocasiones, los sacrificios son necesarios y nada es imprescindible, ni tan siquiera un árbol hipnotizante, un árbol así como este, y el auditorio es una necesidad del pueblo desde hace ya bastante tiempo. ¿Qué hubiera sido de edificios tan necesarios como el Centro de Salud, el instituto, el Centro Social…? ¿El Ayuntamiento? ¿Qué hubiera sido de estos edificios si se hubiera tenido en consideración únicamente un árbol, un elemento natural que en el contexto general de la situación llega a convertirse en algo insignificante y fácilmente reemplazable por otro similar? Porque además de que nada es imprescindible, todo es sustituible. Si también las personas somos prescindibles y fácilmente sustituibles, cuánto no será, entonces, un árbol, por muy hipnótico que sea, por muy perteneciente y enraizado que haya llegado a ser y a estar al lugar en el que se asienta desde hace tanto tiempo. A veces, no hay alternativas y se hace y ya está.

Recuerdo que hace muchos años escribí un relato que tenía como protagonista a este árbol en cuestión, aunque si soy sincera lo cambié por una encina —Quercus ilex lo titulé— supongo que porque literariamente prefería una encina a un eucalipto. Pero, la realidad es que escribí ese relato mirando hipnóticamente al árbol que aparecía tras mi ventana, imaginando las escenas que se desarrollaban a su alrededor y cerrando la historia de manera bastante trágica para la mujer protagonista del relato que vivía, mira tú por dónde, hechizada por el árbol. Podría de alguna manera decirse que el árbol me ha inspirado a escribir, pues cuántos momentos he tenido de parar la escritura y dedicar un rato a contemplar el árbol, dejando que las palabras resbalaran por entre sus hojas, se balancearan entre sus ramas y descendieran hasta el teclado de mi ordenador por su robusto tronco. ¿Y si la tala del árbol —el ayuntamiento escogía la palabra retirada, para evitar sufrimiento innecesario, claro está— supusiera para mí mucho más que acabar con un simple árbol? ¿Puede el paisaje y todo aquello que vemos en los momentos más íntimos y de mayor conexión con nosotros mismos influir en el devenir de nuestra vida?

En un intento de quitar dramatismo al último párrafo añadiré que todo cambia, nada es lo mismo hoy que ayer y, por supuesto, que mañana. Además, lo negativo que supone la retirada del árbol se convierte en algo positivo como es la construcción del auditorio y, ojalá, que pueda continuar con la construcción de la ansiada —aunque parece ser solo ansiada para algunas personas— nueva biblioteca. Por otro lado, me ha parecido ver que las palmeras sonríen más que antes, ya se ven a sí mismas como musas que acaparan toda la atención de caminantes y de miradas tras las ventanas. Y, además, ¡yo no tengo ya edad de atarme a ningún árbol hipnótico y gritar proclamas en su defensa! Ya no es lo mismo y mañana tampoco lo será.

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