Historia de restaurante


Subí la escalera que llevaba a los baños. El de señoras estaba ocupado. Hacía calor en aquel pequeño rellano, así que después de un rato decidí entrar al de caballeros. Al salir, dos chicas jóvenes estaban esperando, con cara de fastidio, a que el baño de señoras por fin se abriera. Regresé a mi mesa que estaba justo a los pies de la escalera. Las chicas bajaron al poco tiempo. Supuse que, al igual que yo, habían entrado al de caballeros puesto que no había visto bajar a nadie más y en aquel piso solamente había dos puertas correspondientes a los servicios. Subieron más mujeres por aquella escalera pero no vi bajar a la mujer misteriosa que yo imaginaba ocupando el baño de señoras. Pensé en decírselo al camarero por si algún acontecimiento fatídico le hubiera ocurrido a la supuesta mujer o esperando, quizás, que, con una sonrisa tranquilizadora, me contestara que el picaporte estaba roto y que, a veces, se atoraba la puerta. Entonces, yo, respiraría aliviada. Pero no lo hice.
Ya en los postres, me fijé en un cuadro de pequeñas dimensiones que colgaba, él solo, de la pared de mi derecha. No lo había visto antes, a pesar de que hacía muchos años que solíamos frecuentar el local. Lo habrán colocado recientemente, pensé. Era una pintura que representaba la fachada principal del restaurante: dos macetones a los lados de la puerta, sillas y mesas rojas con sombrillas en la terraza, color salmón en la pared con zócalo de ladrillo, ventana abierta que conectaba con la barra, cartel donde se dibujaban las letras del nombre del restaurante. Entonces me fijé en la pequeña ventana del piso de arriba. ¿No parecía que tras la ventana se adivinaba una figura? Intenté fijar más la vista. ¡Mierda! Sin gafas no veía tres en un burro. Pero sí, ella estaba ahí, expectante tras la ventana, y yo la había reconocido.



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