El sabor perfecto
Septiembre y la vuelta a
la escuela siempre han sido para mí un respiro a los meses sofocantes del
verano, cúmulo de ilusiones y ánimos renovados —en mi caso, los años nuevos
comienzan el 1 de septiembre con sus correspondientes propósitos y buenos
deseos—, un regreso a la feliz rutina, a la creación, al otoño y a la deseada lluvia.
Pero, a una semana de abrir las puertas de los colegios, una nueva palabra se cuela este curso: incertidumbre. Incertidumbre de todos y todas, no solo de las familias, también del profesorado que no podemos confirmar que la vuelta de los niños y niñas sea completamente segura. No lo sabemos, no podemos saberlo ni garantizarlo dejándolo escrito y firmado en un papel.
Por mucho que las autoridades
educativas quieran llevarnos a la calma y tranquilizarnos, no nos engañemos, no
tenemos ni idea de qué nos espera ni de cómo se sucederán los días, si las medidas
que se toman son suficientes, si tendremos que volver a casa y aprender, de
nuevo, a través de las pantallas con la apatía de saber que no estaremos, ni
por asomo, igual que en nuestros queridos colegios. Porque la presencialidad en
las escuelas es un valor en sí mismo, y es una garantía de igualdad para todo
el alumnado.
¿Tendrá el resultado
esperado las llamadas clases burbujas? ¿Se podrá mantener la distancia de
seguridad entre los alumnos? ¿Son suficientes los docentes nuevos contratados? ¿Podremos
dar clase a la vez que nos lavamos las manos, tomamos temperatura, quitamos y
ponemos mascarillas, cuidamos y nos cuidamos? La tan solicitada, desde años,
bajada de ratio, ¿se cumplirá? Y, ¿cómo podemos explicarnos a nosotros mismos que
se recomiende o, incluso, que se obligue a que las reuniones sociales y familiares sean de menos de
diez personas —hoy en Murcia ya han establecido que no pueden celebrarse reuniones
de más de seis— y en los colegios las clases sean de veinte alumnos?
Ya sé la respuesta de muchas
de las preguntas anteriores. Pero, aún con todo eso, tenemos que hacerlo bien.
Lo vamos a hacer bien. Con incertidumbre, sí, con dudas, sí, pero no podemos
abandonar antes de comenzar, porque nuestros niños y niñas —alumnos y alumnas,
hijos e hijas— no nos lo perdonarían nunca. No podemos permitirnos las llamadas
generaciones perdidas, es nuestra responsabilidad.
Ahora, esa relación familia-escuela tan citada en temarios de oposiciones, programaciones, proyectos, documentos, decretos, leyes… tiene que cobrar sentido, tiene que tener un significado más profundo que el que ha tenido hasta ahora. Familias que colaboran en actividades especiales, que organizan talleres, que apoyan desde casa el trabajo que realiza la maestra en clase con sus hijos, gracias; pero, ahora tenemos que relacionarnos más y mejor, aunque sea a través de una pantalla. Y, no es cuestión de que las familias hagan el trabajo de los maestros porque, y aunque pueda parecer soberbia, para ejercer bien mi profesión hay que ser, como mínimo, maestra, del mismo modo que te cura el médico, te defiende el abogado o te construye la casa el albañil. Los padres y madres no deberían actuar y desempeñar el papel de los maestros porque no lo son. Esto deberíamos tenerlo claro, pretender lo contrario sería tirar por el suelo nuestra profesión, que siempre ha necesitado manos y palabras que la dignifiquen y, quizás ahora, más que nunca.
La relación
familia-escuela que reclama esta excepcional situación (aunque, quizás, esta es la que tenía que haber sido siempre), empieza por la confianza. Madres y padres
tenéis que confiar en que vamos a poner toda la energía en la protección de
vuestros hijos, de nuestros alumnos, que los dejáis en buenas manos y que a la
mínima señal de alarma actuaremos de la mejor manera posible. La confianza deberá
ir también en la otra dirección: estaremos tranquilos sabiendo que no mandaréis
a vuestros hijos con fiebre, que llevarán su mascarilla y que mantendremos un
contacto constante. Y, si tenemos que volver a replegar las alas y cerrar la puerta
de clase, deberemos encontrar la mejor forma de comunicarnos para que los alumnos
puedan seguir aprendiendo de la mano de sus profesores y con la colaboración
abnegada de su familia. Familias, hablemos, hablemos siempre. Y ayudémonos, no
solo mediante la colaboración entre familia y escuela, también entre familias
distintas.
Es duro encontrarse frente a dos perspectivas diferentes y similares a la vez, la de maestra y la de madre. Muchas de nosotras, compañeras, llevamos a cuestas una doble incertidumbre. Y sería fácil decidir no llevar a mis hijas a la escuela, yo puedo enseñarles en casa, soy maestra, pero eso no es suficiente y también lo sé. Miro a mis hijas, con todos mis miedos, y sé que lo mejor para ellas es ir a la escuela, porque la escuela es mucho más que la transmisión de conocimientos. Son las relaciones sociales y de amistad, el mundo a pequeña escala en el que cada alumno y alumna está en el mismo nivel de importancia, la diversidad de miradas, la convivencia y el respeto por uno mismo y por el otro.
La escuela en sí misma
nos sobrepasa a todos, también a los maestros y maestras. Escuela es el conjunto de las
personas que la habitan, pero también los espacios, el ambiente, coger de la
mano al primero de la fila para subir a clase, los buenos días, la fecha en la
pizarra, el olor a goma de borrar, pasarte un buen rato hablando con tu amigo
mientras sacas punta en la papelera, las carreras en los pasillos, las risas —también
las lágrimas— detrás de una puerta, la pelota perdida que saltó la valla, los
silencios, todo lo que se dice y lo que se calla, las miradas cómplices, las
historias que algún día contarás a otros (cuando yo iba a la escuela… ).
La escuela es recordarte en esa silla bajita que un día ocupaste.
La escuela es como una
taza de té en la que colocamos las mejores bolsitas de infusión para conseguir
el sabor perfecto, y que vamos adaptando según cada
situación y cada punto del camino, por muy cuesta arriba que se
presente. Esa combinación es la escuela.
Ilustraciones de Noemí Villamuza |
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