Microgeografías de San Miguel de Salinas, como oasis de la memoria.
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Caminar y recordar cómo era ese lugar hace unos años, cómo te movías por él y cómo lo haces ahora. Escuchar las palabras de otros, de tu madre o de tu abuela, que recuperan las historias de antes, esas que no conociste pero que construyes en tu cabeza como si se tratara de la trama y de los personajes del libro que estás leyendo.
Y tengo el recuerdo de una escuela sin prisa, lejos de la impaciencia, de la inmediatez del “ahora mismo”, en la que se disfrutaba del camino y de lo aprendido, lugar de encuentro en el que podías tomarte tiempo para pensar. Éramos, o ese es mi recuerdo, como semillas que recién plantadas necesitan su tiempo para que arraiguen y, poco a poco, se conviertan en flor y en fruto que se abre camino, a su debido tiempo, y encuentra nuevas formas de estar en el mundo. Como dice la filósofa Ana Carrasco-Conde en su artículo “Distanciada” sobre cómo debería ser la educación, publicado en la revista La Marea, la educación debe ser: “distanciada para convertirse en un compartimento y no en una competición: en el lugar común de todas las partes en igualdad. La educación debe ser distanciada para que, fuera del mundo, haga posibles otros.”
En El Paseo se jugaba al marro las noches de verano, a las casitas en los espacios parcelados de sus jardines, a las canicas en la tierra. Yo lo cruzaba todos los días para ir a la escuela. En septiembre es una fiesta de orquesta y pasodoble. Tangram que ha ido combinando sus piezas en el mismo espacio: un templete o escenario, una fuente, unos bancos, más recientemente un pequeño parque infantil; y las palmeras que lo rodean, pájaros que anidan en sus ramas, dátiles y alguna ardilla.

Hay barrios con entidad propia, como seres con un corazón y un cerebro inherente. Los Canos: nunca he sabido donde empieza y donde acaba, he pensado que siempre ha sido una idea más que una exactitud geográfica. En la Calle del Mar se paseaba, y también se compraba pues estaba llena de tiendas; subir y bajar, moverse como las olas, tomar el fresco. Y Las Cuevas siempre eran un misterio. Correr por los tejados sabiendo que si no eras rápida te llevarías una reprimenda. Mi amiga vivió en una cueva y no era una niña prehistórica, lo aseguro. En Los pozos, llamado así porque había un pozo justo en medio, recuerdo una noche de verbena, un escenario, alguien canta al micrófono, quizás también hay guirnaldas y farolillos, se baila y se juega, se besa, se respira la alegría y la tranquilidad del pueblo, las dos cosas a la vez.
Mi generación fue la que habitó las primeras casicas, cocheras o casas viejas que servían de encuentro, de pláticas, de música, paredes gastadas, usadas, en cuyo espacio se vivían historias que siempre recordaremos. Días intensos. Y siempre cerca, el campo, la tierra en los zapatos, el espacio que guarda los secretos, alejado de la mirada adulta reprochadora.
Lugares que solo tienen significado para uno mismo, un detalle escondido que un día descubres, como esa pequeña placa antigua y descolorida que sabes que decora la puerta de una casa y en su normalidad la hace diferente, y que siempre buscas con la mirada cuando pasas por delante del portal. O ese árbol en pleno campo al que llegamos tras un paseo en bicicleta y al que bautizamos como ¡sí!, o la esquina en la que siempre quedábamos o el callejón que escuchó, sin ruborizarse, una declaración de amor con margaritas.
La
acera en la que ella se desvaneció para siempre, la carretera en la que un
jarrón de flores permanece inmarchitable, esos espacios exactos en los que un
corazón deja de latir y que jamás volverás a pasar por ellos ni habitarlos de
la misma manera.
Lugares que quedan marcados en la memoria de una sola persona o, quizás, de varias o, incluso, del pueblo entero, en un solo palpitar, como si la suma de todas las sensibilidades de sus gentes lo conformara como un ser único e irrepetible.
Espacios latentes. Espacios poéticos.
Espacios queridos, sufridos y vividos del pueblo.
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