La deuda con el pasado

 

“El mundo rural europeo, deficientemente iluminado por los documentos de los archivos, espera todavía ser interrogado por los investigadores en numerosos puntos” (Duby, 1999, p.5).

En los últimos años estamos viviendo una vuelta a lo rural, a la vida de los pueblos, a la denominada por algunos escritores España vacía o vaciada. Con este término pretenden resaltar el olvido que sufren las pequeñas poblaciones, con una escasa inversión económica por parte de los gobiernos y carente de medidas que eviten la despoblación.

Al mismo tiempo, muchas personas deciden huir de la ciudad y refugiarse en el pueblo, convencidas de que el estilo de vida y el contacto con la naturaleza, en contraposición con el mundo urbano, será beneficioso para su calidad de vida. Es el fenómeno del neorruralismo, iniciado en la década de los años setenta, con migraciones desde las áreas urbanas a zonas rurales, atraídas por los entornos tranquilos y menos contaminados (Morillo, 2016)

Pero, cuando hablamos del mundo rural, ¿conocemos cómo se vive ahora y cómo se vivía en el pasado? La realidad es que, en algunos períodos históricos, la investigación se ha centrado más en reconstruir el discurso de reyes, monjes, claustros y espacios urbanos que del campesino, de los pastos, los bosques y el medio rural.  

Habitamos el espacio tomando como cotidianas palabras, expresiones, nombres que, en realidad, guardan relación entre un tiempo pasado y ese espacio concreto por el que ahora paseamos. Al investigar sobre la historia de los pueblos y de sus costumbres, o preguntamos los porqués de esas palabras o denominaciones, muchas veces no oficiales, nos sorprendemos al descubrir, por ejemplo, una Calle del Viento —conocida así por sus fuertes y desapacibles ventoleras— o una Calle de la Cagarruta —paso habitual de las cabras que habitaban los corrales ubicados en esa calle, y que salían todos los días con su amo a pastar al campo—.

Comprender la vida de hoy, ya sea en los pueblos o en las ciudades, sin conocer la vida de antes, es habitar el mundo de forma incompleta. Dice Ruíz-Domènec: “A un lado está la historia, lo demás es silencio” (Ruíz-Domènec, 2000, p. 23).

Si bien, también sabemos que es imposible conocer el pasado de manera exacta, como si fuera una verdad absoluta o de la misma forma que capturamos una escena o un rostro en una fotografía. El pasado al pie de la letra se nos escapa de las manos, incluso si ese pasado tiene la proximidad de un ayer, pues el conocimiento histórico solo puede alcanzarse a partir del estudio los vestigios del pasado.

El historiador debe descubrir, identificar y discriminar las reliquias dispersas, las cuales se convertirán en fuentes informativas primarias, y a partir de ellas construir el relato narrativo de ese pasado histórico, que nunca estará exento de su propio sistema de valores, ideología y experiencia política, social y cultural (Moradiellos, 2013)

Si regresamos al recorrido por los caminos del pueblo, deberíamos subrayar también la gran desigualdad entre hombres y mujeres que existe, por ejemplo, en el nombre de sus calles. La deuda con la historia de lo rural se suma a la deuda que la historia tiene con la mujer. Era ella la que esperaba la vuelta del cabrero con el cazo o la lechera para comprar una medida de leche, la que iba a por agua a uno de los pocos aljibes que existían, cargada con el cántaro y, quizás también, con varios niños cogidos con fuerza a su falda, la que administraba la insuficiente comida que llegaba a casa en tiempos de escasez, la que cosía, la que trabajaba en el campo.

Esta narrativa histórica en deuda con la mujer, tendrá que tener en cuenta los discursos y los códigos de género que condicionaron, y lo siguen haciendo, su vida, sus opciones y libertades (Nash, 2006). Asimismo, la voz de la mujer no puede ocupar ahora un espacio aparte, como suplemento o adorno, sino que debe incluirse y reivindicar su lugar en la historia de todos (Fontana, 2006). Tampoco puede limitarse en exclusiva a discursos a favor de las causas femeninas que, aun siendo importantísimos, han encasillado los argumentos de las mujeres durante siglos (Beard, 2017). 

A la tarea narrativa del historiador y a la estética propia de su lenguaje, el cual precisará en muchas ocasiones de la delicadeza en la elección de las palabras y la adquisición de un determinado color en el tono verbal (Bloch, 1958), hay que sumarle, por tanto, la de una especie de tarea justiciera. Debe tirar del hilo de la historia, como hilo de Ariadna que une el presente al pasado, del inmediato al más lejano, saldando las deudas, como única manera de poder imaginar un mañana deseable.

Para concluir, y en palabras de Lucien Febvre al recordar su experiencia con la historia desde su niñez: “La Tierra fue para mí la otra maestra de historia” (Febvre, 1970, p. 6).



Bibliografía:

BEARD, Mary. Mujeres y poder: Un manifiesto. Barcelona: Crítica, 2017.

BLOCH, Marc. Apología por la historia, o el oficio de historiador. España: Fondo de Cultura Económica de España, 1996.

DUBY, George. Economía rural y vida campesina en el Occidente medieval. Barcelona: Ediciones Altaya, 1999.

FEBVRE, Lucien. Combates por la historia. Barcelona: Ariel, 1970.

FONTANA, Josep. ¿Qué historia para el siglo XXI? Analecta: revista de humanidades, 2006. Núm.1, ISSN 0718414X.

MORADIELLOS, Enrique. El oficio de historiador. Estudiar, enseñar, investigar, Madrid: Akal, 2013.

MORILLO, Mª José y PABLOS, Juan Carlos de. La «autenticidad» neorrural, a la luz de El sistema de los objetos de Baudrillard. Revista Española de Investigaciones Sociológicas, 2016. Núm.153, p. 95-110. ISSN 0210-5233. [Consulta: 3 de octubre de 2020]. Disponible en: https://dialnet.unirioja.es/servlet/articulo?codigo=5311742

NASH, Mary. Identidades de género, mecanismos de subalternidad y procesos de emancipación femenina. Revista CIDOB d’Afers Internacionals, 2006. Núm. 73-74, p. 39-57.

RUÍZ-DOMÈNEC, José E. Los rostros de la historia. Barcelona: Península, 2000.

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