Estética de vecindario
Tan solo llevaba un par de meses viviendo
en aquella casa de tejado azul, pero ya me había acomodado perfectamente a ella,
a sus habitaciones, a sus paredes, a sus rincones y vacíos.
El verano se había
presentado de un día para otro y el calor sofocante era un invitado que no
esperaba, pero que había llegado para quedarse una larga temporada. Me gustaba
salir a la terraza del pequeño jardín, siempre y cuando corriera esa suave
brisa de las noches de verano. Antes de las nueve era imposible, el calor caía
a plomo, asfixiante. Sentada cómodamente disfrutaba del frescor del aire que
iba y venía, meciendo el ambiente, junto con el perfume de las plantas de
lavanda, mi preferida. Desde mi situación, observaba la calle, a las personas
que paseaban, que llegaban a sus casas después del trabajo. Imaginaba la vida
de mis vecinos, a los cuales prácticamente no conocía todavía, inventaba la historia de las luces que se
encendían en cada ventana, construía identidades, intentaba descifrar los momentos observados.
De entre todas esas situaciones robadas,
había una en particular que me hacía agudizar todos los sentidos. El coche
blanco, algo destartalado, paraba delante de la casa y el hombre, sentado al
volante, hacía sonar el claxon con una insistencia que me exasperaba. Una
sensación angustiosa me asaltaba en el estómago. Al principio, creí que lo
hacía para avisar a la mujer y a la niña de que ya había llegado y podían salir
y subirse al coche. Pero ellas nunca salían. Después, llegué a la conclusión de que más bien era el aviso perturbador
de que ya llegaba a casa. Todas las noches se producía la misma escena que
rompía totalmente con la serenidad del barrio y que, de algún modo, me
entorpecía después el sueño. No podía parar de darle vueltas en la cabeza.
Un día, llamé a su puerta y abrió la niña
de ojos negros y pelo perfectamente peinado en un recogido. Pregunté por su
madre, que al momento salió de una habitación y, con cara de extrañeza, me
preguntó qué quería. Yo, que ya lo tenía todo pensado y ensayado, me presenté
como su nueva vecina y casi me auto invité a entrar, pasando del marco de la
puerta con paso decidido y con una sonrisa de oreja a oreja. No tuvo más
remedio que dejarme pasar. Me acomodé en un sillón y la mujer me ofreció un
café que acepté, más que nada para poder alargar mi visita y la conversación, y
tener el suficiente tiempo como para que mis ojos, ya bastante acostumbrados a
tal cosa, fotografiaran cada detalle.
Después de mi visita, y sentada como cada noche en mi
terraza con la brisa y el aroma a lavanda, esperé el sonido demoledor del
claxon. Cerré los ojos y busqué recuerdos, organicé imágenes, rememoré palabras. No necesitaba conocer nada más, sabía todo lo que
ocurría en esa casa. Demasiado bien.
Lo que aconteció después fue
sencillo y, para mi sorpresa, bastante limpio. Nunca antes me hubiera planteado
hacer tal cosa ni, a pesar de todo lo vivido, me habría creído capaz de
llevarlo a fin. Bastó con una ropa sugerente, una manga
que deja al descubierto el hombro desnudo, un poco de carmín en los labios y
la urgente necesidad de que un hombre, como Dios manda, me ayudara a entrar la bombona de gas que mi escasa fuerza de mujer me impedía. Él, no lo dudó ni un instante. Casi pude
ver como una asquerosa baba le resbalaba por la comisura del labio. Le invité a
una copa, por el servicio prestado, claro. La terminó y cayó. Le hice entrar en
un estado de catarsis, una purga de todos sus pecados. Me sorprendí utilizando diferentes herramientas y con una fuerza que ni yo misma sabía que
tenía. No fue difícil, aunque tampoco puedo decir que disfrutara. Simplemente me
lo tomé como un trabajo, quizás, como un deber. Por ella, por mí. Después lo empaqueté en bolsitas y llené
el congelador.
Al día siguiente salí a comprar un perro. Toda buena vecina lo tenía... en ese tranquilo y ordenado vecindario.
Al día siguiente salí a comprar un perro. Toda buena vecina lo tenía... en ese tranquilo y ordenado vecindario.
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