Pasados
—¿Recuerdas
la conversación que tuvimos? Cuando me dijiste que si volvieras
atrás en el tiempo, si volvieras a tener veinte años… ¡las cosas
que harías sabiendo lo que ahora sabes!
—Sí.
—¿Y...
qué harías?
—Buscarte.
El
día que me abordó en el pasillo, ansioso por contarme lo que había
descubierto, me di cuenta de que él también sentía algo por mí.
No podía saber cuánto, imposible medir tal cosa, ni si era algo
pasajero o intenso, pero ese sentimiento estaba alojado en algún
rincón de su cuerpo, quizás en sus ojos o, mejor todavía, en su
sonrisa.
Me habló del día en el que estuvimos
recordando nuestra juventud y los lugares de moda que entonces se
frecuentaban. Hablamos de que, al ser de la misma edad, habíamos tenido
que coincidir en el pasado en aquellos locales de fiesta, en
aquellas noches despiertas. Desconocidos, entonces, que quizás se
apoyaron en la misma barra, se rozaron los brazos descuidadamente y
respiraron el mismo aire viciado del humo de los cigarrillos y, quién
sabe, si se entrelazaron las palabras al pedir una copa a la camarera,
que si un white label o un ron cola, desconocidos que se dieron la
espalda o que mezclaron alguna mirada, diluida ahora, veinte
años después. Me habló de una chica, de una noche, una única
noche y un sentimiento joven, recién nacido, de besos frescos, de
risas tímidas, de ansias de todo. Y después de aquella noche ya
nunca más la volvió a ver, no supo nada de ella y tampoco conocía
a ninguna de sus amigas, ni tenía la más mínima información que
le hiciera encontrarla. También es verdad que él dejó estar la
historia, porque en la juventud el mañana es tan atractivo, tan
apasionado, que se piensa que lo que tenga que pasar pasará hagamos
lo que hagamos o actuemos como actuemos y él pensó, entonces, que
el destino la pondría en su camino otra vez, si así debía de ser.
Y
ahora, él, me cogía del brazo y hacía que me detuviera en aquel
pasillo y me contaba una historia fantástica, fantástica a mis
oídos, y me situaba a mí aquella noche, entre sus labios, en su
sonrisa. Y me preguntó, aunque parecía más bien una afirmación,
si yo era aquella chica, porque hacía más de veinte años de
aquella noche, porque las personas cambiamos mucho con el paso de los
años, porque quizás llevábamos demasiadas copas y por eso no
teníamos un recuerdo muy exacto ni de nosotros mismos. Estaba casi
seguro de que yo podía ser ella. Y qué podía contestarle yo. Sabía
a ciencia cierta que no, que yo no era ella. Lo recordaría. Pero yo
quería ser ella. Lo quería de verdad y construir pasados, a veces,
es sólo cuestión de intención. Es posible, le contesté.
Aquella
conversación quedó durante mucho tiempo ahí, entre las paredes de
aquel pasillo. Porque el pasado, fuera el que fuera, no podía cambiar nuestro
presente, lo que ahora éramos y el mundo del que formábamos parte.
Aunque, después de sus palabras, siempre me encontré en alguna de
sus miradas y en casi todas sus sonrisas.
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