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Mostrando entradas de 2018

Historias sencillas de lluvia en cien palabras

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Dos mujeres caminan bajo la lluvia, no quieren mojarse y aprietan el paso, tienen sed de lluvia pero no lo saben. Una chica con paraguas pasea a su perro, el perro se baña, ella solo los dedos que asoman por sus sandalias; no tienen prisa. Vuelven las dos mujeres, ahora comparten un paraguas, idéntico compás, movimiento gemelo. Hombre sin paraguas, manos en los bolsillos, serpentea en el camino. El eucalipto mueve algunas de sus ramas, ríe, la lluvia le hace cosquillas. Truena, y una niña quiere ver el trueno. La lluvia está llena de imposibles, de invisibles y misterios. Escampa. Elena Gromaz

La regla de medir

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Hace unos días surgió la polémica sobre la prohibición que un instituto, por decisión de su Consejo Escolar, había hecho sobre la vestimenta de algunas alumnas que llevaban shorts demasiado cortos para ir a clase. El debate estaba servido y allá donde se publicara la noticia surgían decenas de opiniones sobre el tema y, en su mayoría, o las que yo he tenido ocasión de leer, aplaudían la decisión tomada por este instituto abogando por la importancia de enseñar a las jóvenes cómo hay que vestir en cada ocasión porque, además, se les estaba haciendo un favor, puesto que en un futuro cercano, cuando se presentaran para cubrir un puesto de trabajo no podrían ir de cualquier manera, deberían respetar las reglas establecidas del buen vestir. Y, así, cuanto antes lo aprendieran, mejor. Reconozco lo controvertido del tema y también creo que hay normas acertadamente establecidas tanto en el vestir como en el saber estar. Si vas a una playa nudista y no te quitas la ropa probablemente pensa

Morir hoy

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El tanatorio era tan moderno que al poco de entrar le daban ganas a uno de morirse. Con azulejos vistosos cubriendo las paredes, lámparas que caían del techo sostenidas por finos cables, barras de madera con taburetes para tomar un café o lo que se terciara, cómodos sofás que invitaban al descanso, vitrinas en las que se exponían urnas de última generación y elementos decorativos en rincones estratégicos: una jaula vacía con la puertecilla abierta, cuencos perfectamente dispuestos en una mesa sin comensales, plantas que reposaban sus amplias hojas sobre el suelo… Así que no me extrañó cuando no encontré al difunto, a ninguno de los que podían estar allí, y decidí irme a casa sin preguntar, en pro de la modernidad.

Historia de restaurante

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Subí la escalera que llevaba a los baños. El de señoras estaba ocupado. Hacía calor en aquel pequeño rellano, así que después de un rato decidí entrar al de caballeros. Al salir, dos chicas jóvenes estaban esperando, con cara de fastidio, a que el baño de señoras por fin se abriera. Regresé a mi mesa que estaba justo a los pies de la escalera. Las chicas bajaron al poco tiempo. Supuse que, al igual que yo, habían entrado al de caballeros puesto que no había visto bajar a nadie más y en aquel piso solamente había dos puertas correspondientes a los servicios. Subieron más mujeres por aquella escalera pero no vi bajar a la mujer misteriosa que yo imaginaba ocupando el baño de señoras. Pensé en decírselo al camarero por si algún acontecimiento fatídico le hubiera ocurrido a la supuesta mujer o esperando, quizás, que, con una sonrisa tranquilizadora, me contestara que el picaporte estaba roto y que, a veces, se atoraba la puerta. Entonces, yo, respiraría aliviada. Pero no lo hice. Ya en

Anécdota

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Hace años recibí una nota en mi buzón. Unos días antes había cambiado la decoración de la entrada de mi casa —un macetero de rana por uno de lunares— y parece ser que a un vecino o transeúnte, como él se hacía llamar, no le gustó el cambio. A mí me hizo gracia el atrevimiento por su parte y, como además también opinaba lo mismo que él —el macetero de rana quedaba mejor que el de lunares—, decidí hacer caso a esta sugerencia anónima. Al día siguiente tenía una nueva nota en el buzón, agradeciéndome que hubiera recapacitado y vuelto a colocar a aquella rana que nunca debió abandonar su lugar en la repisa de la entrada. Durante días estuve pensando quién podía ser el autor o autora de la nota e interrogué a algunos vecinos-familiares que negaron rotundamente las acusaciones. Me intrigaba pensar que alguien pudiera malgastar su tiempo en escribir un par de notas sobre la estética de la entrada de mi casa. ¿Quién se preocupa de eso? ¿Quién corta un trozo de hoja de libreta y se sienta a e

Rumbo

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Ella no sabía atar cabos, más que algún afecto espontáneo, ni hacer nudos marineros, tan sólo conocía aquel que se le formaba   —a veces—   en la garganta. Ella ignoraba cómo izar las velas, a pesar de que antes había ondeado una bandera, y sabía que podía perderse en coordenadas inciertas pero navegaría siguiendo un camino: el de la escritura de su ombligo. Capitana de todo y de nada subió al barco de su vida pendiente, ese que la había esperado entre lunas, y partió en una búsqueda, la más difícil, la que podía tener sentido. #pasionesdeverano Ilustradora: Elena Gromaz

Oleaje

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Líneas de mar y sal tejidas a la piel. Tensión, tirantez. Lamer la espuma de tu ombligo, al aire cálido del verano, al vértigo de tus muslos. Acuden las gaviotas, libres pescadoras, entre giros y placeres a observarnos, expectantes, en las primeras noches del sol muriente, de nuestras ficciones. Me agarro con fuerza a tu silencio, sujetando tu boca como espejo, deforme o empañado, de un reflejo alterado de amores lentos. Oleaje de esta playa entre embestidas, temblores y olvidos, de rocas y palabras. Cadencia, arena y algas acarician tu espalda en un aliento fortuito. Y en el clímax de esta orilla, un instante, un descuido,  embriagada como estaba de tu tinta, de tu sexo impreso, suelto el libro de mis manos y el mar hambriento te lleva como en un desahogo.  #pasionesdeverano

Más feminismo

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Una mujer desde muy joven aprende que el camino de vuelta a casa a altas horas de la noche es siempre una amenaza, acelerará el paso, mirará con rápidos movimientos de cabeza a un lado y a otro, incluso atrás, para asegurarse de que nadie la sigue y respirará tranquila cuando entre en el portal de casa y cierre la puerta tras de sí. Sólo con el paso de los años conseguirá una cierta seguridad, nunca total, pero no porque crea que pueda enfrentarse a la amenaza o porque piense que ésta ha desaparecido sino más bien porque encontrará motivos relacionados con su edad o con su aspecto   para creer que no irán a por ella. Una mujer desde muy joven aprende que la ropa que se ponga va a determinar lo que piensen de ella. Y no sólo con calificativos de si eres más elegante o menos o si para desempeñar ese trabajo es el conjunto más idóneo o no lo es. No, no es eso. Tu manera de vestir va a justificar que el jefe te meta mano, que seas una calentorra, una calientapollas o un marimacho.

Gente buena

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Cómo tiene que ser el momento en el que das el último beso a tu hija y la subes a un barco rumbo a una vida mejor, quieres pensar, a un lugar donde tenga alguna oportunidad porque en tu país sabes que cada día que amanece y sigue viva es un lujo. Y supongo que, aunque con el alma desolada, quieres creer que el mundo no es así, tan triste como el tuyo, y que hay alguien bueno, alguien que ayudará a tu pequeña a sobrevivir. Y claro que hay gente buena, dejará de haberla… Entre tantos buenos cristianos que sacan a hombros a santos, hay gente buena. Entre tantas personas en contra del aborto libre porque consideran que la vida está por encima de todo, hay gente buena. Entre tantos defensores de los animales que comparten en sus redes la foto del triste cachorro abandonado, hay gente buena. Entre tantos de lazo enganchado a la solapa, de medalla colgada al cuello, de mercadillo solidario, hay gente buena. Y en los silenciosos, los que no opinan, también. Porque entre tantos hipócr

¿Vas a venir a la feria?

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De adolescente no tuve un ídolo al que seguir, ningún cantante por el que hacer una cola interminable para colocarme en la primera fila de sus conciertos, o por el que llorar con histeria en el momento de tenerlo frente a mí firmando un autógrafo. Ahora, con treinta y siete años, me ha llegado la   oportunidad de vivir esa experiencia, como no podía ser de otra manera, a través de mi afición a la lectura. Con la ilusión de quien sabe que se encontrará con su admirado escritor, que cruzará con él al menos unas cuantas palabras — la situación tampoco da para mucho más — y que se llevará el preciado tesoro de un libro con su firma, así fui desde Alicante hasta la Feria del Libro de Madrid. Mi principal objetivo: encontrarme con José Ovejero. Y, si después conseguía la firma de algún escritor más, pondría la guinda al pastel. Al llegar al espacio de El Retiro donde se concentran los establecimientos de la feria, 800 sellos editoriales en 363 casetas, compruebo que muchos de ello

Pasados

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— ¿Recuerdas la conversación que tuvimos? Cuando me dijiste que si volvieras atrás en el tiempo, si volvieras a tener veinte años… ¡las cosas que harías sabiendo lo que ahora sabes! — Sí. — ¿Y... qué harías? — Buscarte. El día que me abordó en el pasillo, ansioso por contarme lo que había descubierto, me di cuenta de que él también sentía algo por mí. No podía saber cuánto, imposible medir tal cosa, ni si era algo pasajero o intenso, pero ese sentimiento estaba alojado en algún rincón de su cuerpo, quizás en sus ojos o, mejor todavía, en su sonrisa. Me habló del día en el que estuvimos recordando nuestra juventud y los lugares de moda que entonces se frecuentaban. Hablamos de que, al ser de la misma edad, habíamos tenido que coincidir en el pasado en aquellos locales de fiesta, en aquellas noches despiertas. Desconocidos, entonces, que quizás se apoyaron en la misma barra, se rozaron los brazos descuidadamente y respiraron el mismo aire viciado del humo de los cigarr

Estética de vecindario

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Tan solo llevaba un par de meses viviendo en aquella casa de tejado azul, pero ya me había acomodado perfectamente a ella, a sus habitaciones, a sus paredes, a sus rincones y vacíos.  El verano se había presentado de un día para otro y el calor sofocante era un invitado que no esperaba, pero que había llegado para quedarse una larga temporada. Me gustaba salir a la terraza del pequeño jardín, siempre y cuando corriera esa suave brisa de las noches de verano. Antes de las nueve era imposible, el calor caía a plomo, asfixiante. Sentada cómodamente disfrutaba del frescor del aire que iba y venía, meciendo el ambiente, junto con el perfume de las plantas de lavanda, mi preferida. Desde mi situación, observaba la calle, a las personas que paseaban, que llegaban a sus casas después del trabajo. Imaginaba la vida de mis vecinos, a los cuales prácticamente no conocía todavía,   inventaba la historia de las luces que se encendían en cada ventana, construía identidades, intentaba descifrar